Alguien escribió alguna vez, no hace mucho tiempo, que Europa murió en Auschwitz, donde mataron a seis millones de judíos. Y creo firmemente que hay una gran verdad en ello. Aunque en los años ochenta y mucho antes de esta frase, la brillante escritora italiana Oriana Fallaci ya nos hablaba de dobles raseros, hipocresía y otras cuestiones que finalmente la llevaron al exilio de esa Europa psicoculposa para radicarse en los Estados Unidos, donde finalmente falleció, no sin antes dejarnos verdades irrefutables e ideas magníficas, más allá de cualquier dogma.
Y es que, ciertamente, una Europa despreciable renunció en Auschwitz a su propia cultura, sus valores, su pensamiento, su creatividad y su talento. Esa Europa fue la que decidió autodestruirse eliminando a veinte millones de seres humanos; seis millones de ellos pertenecientes al pueblo judío, un pueblo que produjo los científicos más grandes y las personas más maravillosas que cambiaron el mundo desde diferentes disciplinas.
La contribución del pueblo judío se manifiesta hoy en todos los ámbitos de la vida del mundo moderno: las ciencias, el arte, el comercio internacional y, sobre todo, como algo que trasciende a todo lo anterior: un elemento superior en la idea y el concepto del respeto por la vida, que, a mi juicio, debe ser definido como la conciencia de la humanidad.
Esta es la paranoia que percibo apropiada definir como conducta psicoculposa de esa Europa negadora. De esa vieja Europa que se aferró, bajo el pretexto de la tolerancia, a la imperiosa necesidad de demostrar —a ella misma y con escaso éxito— que se curó de la enfermedad del racismo y la xenofobia.
Así, y para cicatrizar las heridas que infligió a la humanidad, fue que abrió sus propias puertas a más de veinte millones de musulmanes desde los años setenta en adelante. Aunque realmente lo hizo no por lo antes mencionado, sino por mano de obra barata en los años previos a que floreciera la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Sin embargo, la retórica humanitaria europea es tan consoladora como fraudulenta, Auschwitz no tiene retorno: es el estigma de la humanidad y los europeos, sus padres.
A pesar de ello, es justo decir que dentro de esos millones de seres humanos que migraron, muchos de ellos trabajaron honradamente, construyeron sus familias, enviaron sus hijos a las universidades y conocieron lo que la modernidad definió como movilidad social ascendente. Muchos de esos inmigrantes prosperaron, se insertaron en las sociedades que integran siendo más o menos practicantes o creyentes y sin anteponer cuestiones de fe; tributaron sus impuestos y observaron las leyes de los países de acogida. Se adaptaron con respeto por sus legislaciones y defendieron sus derechos, asumieron sus deberes y sus obligaciones sociales y civiles.
Como sea, esa Europa que murió en Auschwitz miró hacia otro lado cuando muchos otros inmigrantes trajeron “el regalo envenenado” de la estupidez y la ignorancia religiosa del radicalismo extremista, la intolerancia y la delincuencia; todo ello debido a una carencia manifiesta de voluntad para trabajar y mantener a sus familias con dignidad y orgullo.
Muchos de esos sujetos (minoritarios, claro está, porque así debe decirse) han volado trenes y autobuses, han asesinado alevosamente en teatros, restaurantes y estadios deportivos. En definitiva, han convertido las ciudades europeas más agradables (como Madrid, Londres y París) en desvencijados vecindarios iraquíes o sirios sumergidos en la suciedad y la delincuencia. Han escogido vivir encerrados en sus departamentos, donde reciben ayuda social y alimentos gratuitos de los Gobiernos europeos a cuyas sociedades planean destruir haciendo uso de la propia ingenuidad de sus anfitriones.
Europa escogió de ese modo timorato y miserable cambiar la habilidad creativa por la habilidad destructiva de una cultura del odio y el fanatismo.
En ese proceso psicoculposo, Europa cambió la inteligencia por el atraso y la superstición. Cambió su cultura judeocristiana del firme apego a lo sagrado de la vida por aquellos que glorifican y buscan la muerte, incluso la propia, desde los actos de terrorismo en los cuales varias personas se inmolaron recientemente en París.
Muchos gobernantes europeos han mostrado lo que realmente son: miserables de la Europa cobarde. Muchos de ellos lucran, comercian y negocian con Estados patrocinadores de la muerte. Hace dos años, el arzobispo de Canterbury sugirió —desde uno de los castillos en los que reside— dejar de festejar las navidades para no herir la fe de los musulmanes que residen en Inglaterra. También fue el Reino Unido quien llevó a debate, en 2013, la conveniencia de eliminar de la currícula escolar de historia el Holocausto, ya que podía ofender a la población musulmana que afirma que nunca ocurrió. Se estableció finalmente que “de momento” no se eliminara, pero la sola posibilidad de que ello suceda muestra la calaña de Europa.
Sin embargo, más allá de las conductas europeas, lo que se aprecia es un presagio aterrador del temor que se está apoderando del mundo y la sencillez con la que muchos países están cayendo en el miedo, aun transcurridos más de setenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora, en 2016, más que nunca Europa continúa mostrando su cobardía y el ejemplo palmario es la recepción de presidentes de repúblicas teocráticas que son bienvenidos en el propio Vaticano, con alfombra roja y estatuas de desnudos cubiertas, ¡no vaya a ser que ofendamos a alguien! Aunque sea a primeros mandatarios de países que todavía alegan que el Holocausto es un mito, que lapidan mujeres y cuelgan a homosexuales. Pese a ello, son recibidos con brazos abiertos por empresas europeas, con quienes firman contratos comerciales millonarios.
¿Europa está perdida? ¡Puede que sí! Que en gran parte haya muerto en Auschwitz, pero también eligió suicidarse posteriormente y, en todo caso, hoy es un enfermo terminal que agoniza y cuyo desenlace final, más temprano que tarde, será inevitable.
La pregunta que sigue ya no debe responderla Europa; es mucho más amplia y cabe a toda la cultura occidental, o a lo que todavía seguimos denominando “mundo libre”: ¿Cuántos años deberán transcurrir hasta que alguien nos diga que el ataque contra las Torres del World Trade Center nunca ocurrió? Y que ello sea dicho pensando en que tal cosa pueda ofender a algunos musulmanes que residan en los Estados Unidos.
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