Tuve el dudoso honor de ser el primer legislador a quien la dirigencia de Morena publicitó en un cartel con nombre, apellido y fotografía, estampado con un sello al calce: “traidor a la patria”.
La proclama injuriante será –dicen los promotores– ampliamente difundida en la Ciudad de México, donde fui electo, para que el ciudadano común tenga en mente esa imagen, asimile esa acusación y, cuando la vea, suscite su desprecio y me asocie con tan vergonzosa conducta, de lesa nación.
Ese cartel, dedicado a mi cómo a cientos de legisladoras y legisladores de todos los partidos opositores, no es una anécdota, no es parte del “debate” (más bien lo cancela), ni es solamente un insulto entre muchos otros que a diario profieren: constituye un síntoma del envilecimiento político en el que naufraga hoy mismo nuestro país.
El señor Mario Delgado y la señora Citlalli Hernández han asumido la responsabilidad de esa campaña: crear mala fama, marcar a las personas, manchar su honra. Se trata no de argumentar ni defender posturas sino de estigmatizar estampando rostros y nombres con una infamia: “traidor a la patria”. La práctica es propia de gobiernos autoritarios, despóticos, acaso fascistas. No puedo sino responder a ella al menos en tres planos.
El primero es que mis perseguidores deben estar conscientes de que me están acusando de un delito, tipificado desde la Constitución, bien encuadrado en el Código Penal Federal y, por tanto, objeto de consecuencias jurídicas severas. Los infamantes –Delgado y Hernández– deberán entonces demostrar que estoy al servicio de gobierno o persona extranjera y que mi objetivo es debilitar la integridad de la nación. Como eso es indemostrable –porque es una mentira–, a mi y a los demás legisladores nos están causando un perjuicio directo –daño moral–, delito que castigan nuestras normas administrativas.
Segundo. Sabemos muy bien de la tendencia del presidente López Obrador a parapetarse en un pedestal de superioridad personal, histórica o moral. Ahora esa misma actitud teatral es imitada por sus partidarios y militantes, quienes se sienten autorizados –quien sabe por qué méritos– para “boletinar” y señalar a los demás –a nosotros los legisladores de oposición–con los adjetivos y los estigmas que promueve el presidente. Hay en ello ecos tropicalizados de aquello que Raul Hilberg denunció: “Decía Hermann Göring ‘¿Quien es judío? Yo decido quien es judío. ¿Quién ama la patria? Yo decido quien ama la patria.” (La destrucción de los judíos europeos, Akal).
En realidad, estamos ante un montaje que lleva el odio más y más lejos. Ni son dueños de tal superioridad (la corrupción que ronda al gobierno es más y más evidente), ni encarnan a la nación, ni las leyes les permiten difamar a las personas y menos organizar una campaña masiva de calumnias. Delgado y Hernández son responsables de lo que suceda al conjunto de legisladores agredidos por su maniobra.
Tercero. La catarata de injurias cumple una función política: eludir la argumentación sustantiva. La reforma eléctrica que derrotamos constituía un retroceso en todos los aspectos porque incrementaría los costos y las tarifas a los consumidores, porque privilegiaba las energías fósiles por sobre las energías limpias y porque destruía las instituciones autónomas de regulación de la energía para un servicio de electricidad abierto y transparente. De esto, de lo fundamental, no hay una sola palabra en la propaganda gubernamental y por eso, a paso veloz, imprimen ahora miles de carteles denigratorios. Una maniobra para ocultar su orfandad intelectual.
El vacío de razones y de argumentos llegó a un límite en San Lázaro el pasado domingo y el único recurso de la fracción morenista fue ponernos una marca, lanzar una infamia sistemática: la acusación a 223 diputados y diputadas de las más diversas procedencias, convicciones, visiones e intereses.
Es importante que la opinión pública sea consciente del ardid. Es importante para la afirmación de nuestra democracia; lo es también para la salud de nuestro debate político y para poner fin a esa alucinación. Porque ellos no encarnan a la historia, y la patria no es –ni de chiste– el presidente López Obrador.
Salomón Chertorivski
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